viernes, 11 de abril de 2008

PARANOICO. CREATURA Nº 28.

Delirio vano è questo!

Era un hombre que siempre miraba hacia atrás. Siempre pensaba que alguien detrás de él le haría daño. En realidad pensaba que todo le quería hacer daño: los niños con sus bicicletas, los conductores de autobús con sus autobuses, las mujeres con sus escotes, los árboles con su polen, los libros con sus hojas afiladas…
Trabaja este hombre en una fábrica de ositos de peluche y allí, en su trabajo estaba más tranquilo ¿a quién no le iban a gustar los ositos de peluche? Es más, ¿qué daño le iban a hacer unos ositos de peluche? Estaba muy orgulloso de sus ositos de peluche, porque los hacía muy blanditos, muy guapos y muy gitanos.
Un día vino una periodista a hacer un reportaje sobre la fábrica de ositos de peluche. Era una reportera muy guapa, aunque un poco bajita. Sería la mujer perfecta si él ya no estuviera casado con otra mujer, que tenía un poco de pinta de oso de peluche. No por el pelo, que no tenía más que en la cabeza y en las cejas, si no más bien porque era blandita y generosa como un osito de peluche. Y un poco fea, como casi todos los ositos de peluche. Lo mejor de esta mujer era que se complementaba muy bien con él, pues ella no le tenía miedo a nada. Era una inconsciente que si no fuera por él hubiera hecho todas esas cosas peligrosas que gusta de hacer la gente del día: puenting, conducir, comer mayonesa en un restaurante, cruzar por un paso de cebra, ser profesora de instituto y demás temeridades.
El caso es que aquella mujer hizo su reportaje y llenó de preguntas a este hombre:
- ¿Cómo hacen las caras de los osos de peluche para que siempre estén riendo?
- ¿De qué van rellenos para que estén tan mullidos?
- ¿Qué comen?
- ¿Fuma usted?
Y demás preguntas. Este hombre quedó muy contento con la visita de la guapa periodista. Y esperó ansioso la publicación del reportaje en uno de los periódicos más importantes del país. El día de antes este hombre estaba tan nervisoso que prácticamente caminaba de espaldas. Se asustaba hasta de que su sombra se cayera en uno de los múltiples socavones que el ayuntamiento de su ciudad había ido abriendo a ver qué encontraban. Lo cierto era que nunca encontraban más que tierra, pero las gentes se arremolinaban en torno al agujero para ver qué saldría de allí. Había quién pensaba que saldría un Morlock, había quién pensaba que saldría un jugador bueno para el Atleti, había quién pensaba que saldría un tesoro y había quién pensaba que saldría Australia de una dichosa vez. Compró el primer periódico que salió aquella mañana, y cuando leyó todo aquello se quedó terriblemente sobrecogido, asustado y enfadado. ¿Cómo podía alguien hablar tan mal de los ositos de peluche? Los ositos de peluche, que gustan a todo el mundo, a grandes y a pequeños y a los de talla mediana y que los enamorados regalan a sus novias y que los amantes regalan a sus suripantas y que, en fin, se regalan continuamente. Cómo podía alguien escribir esas falacias, esas desfachateces (esta palabra la dijo pero no tenía muy claro qué significaba). Tan enfadado estaba que salió corriendo a la calle sin miedo de caerse por la escalera o de tropezar en la acera. ¿Adónde iba? Qué sé yo, sólo soy un simple narrador.
El caso es cuando volvió estaba igual de enfadado. Os preguntaréis distinguidos lectores qué ponía en aquel artículo para que este hombre estuviera tan enfadado. Lo cierto es que no ponía nada del otro mundo, nada demasiado ofensivo, ninguna falta de ortografía, ninguna palabra malsonante, ninguna fotografía obscena, nada, en fin, justificaba a simple vista el enfado de este hombre. Él decía una y otra vez que aquello era un atropello, sin tener en cuenta que los atropellos de verdad los comenten los coches y además tienen pinta de doler un montón, tanto al atropellado como a los coches que se quedan arrugados como una pasa y con manchas de sangre que luego no salen. Se le ocurrió que debía hacer algo, que debía denunciar su problema, que el mundo debía saber que aquello no podía hacérsele a una persona, al menos a una persona como él que conocía la declaración de Derechos Fundamentales de “pe” a “pa”, aunque lo cierto es que se sabía mejor la “pa” que la “pe”. Escribió una carta a la periodista, otra a su periódico, más a los competidores, otra a varias televisiones, varias a la revista “Ositos de Peluche Modernos”, trató de hablar en directo en un programa de radio. Hizo una pancarta y la colgó de su balcón. Decía: “Dignidad para los osos de peluche”. Su psicólogo empezó a preocuparse. La paranoia parecía crecer cada día. Ahora temía más a una palabra y su escritor que a una torcedura de tobillo. El doctor le dobló la medicación para los nervios. Entró en una espiral autodestructiva: empezó a tomar café, a tomar té e incluso a tomar coca cola light. Su mujer no daba crédito. Para más inri comenzó a leer novelas de Antonio Gala. Todo eran malos presagios. Pero un día de repente se calmó. ¿Por qué? Ya te he dicho que sólo soy un narrador, no lo sé todo. Lo que sí he descubierto es la frase que le atormentaba tanto. “Ahora hacen osos de peluche de color verde”.

A Cristina.