martes, 12 de febrero de 2008

Los zapatos rojos de Marisol. Creatura Nº 26.

Delirio vano è questo!

Los zapatos rojos de Marisol.

Marisol, rubia a veces, morena a veces, pelo rizado a veces, liso a veces, tenía unos zapatos rojos que se ponía siempre que podía, lo que no quiere decir que se los pusiera siempre.
Ya de niña Marisol le había cogido cariño a unos zapatos rojos. Fue después de ver como la pequeña Dorita taconeaba con los suyos para volver a la granja de sus tíos. Así que Marisol se pasaba los días dándose taconazos a ver si así conseguía ser enviada con el espantapájaros o el hombre de hojalata. Al león cobarde no quería verlo ni en pintura porque tenía una pinta como de peluche rarito que en cualquier momento te puede babear o comer un poco el bazo. Pero Marisol, que no era ninguna tonta, se dio cuenta de que sus zapatos no estaban hechizados por ninguna bruja, así que tras unos años de dar taconazos dejó de hacerlo para siempre. También influyó el hecho de que los zapatos no le valían porque ya calzaba un cuarenta y tenía veintidós años.
Marisol, libre ya de sus fantasías, se dedicó a eso que se dedican las mujeres. ¿A qué? Se pregunta usted que es un hombre de tomo y lomo y no sabe de mujeres ni lo que pone en el manual de instrucciones. ¿Pues a qué va a ser, hombre? A hacerse una mujer a base de estudiar, trabajar y buscar un novio, a ser posible rico y religioso que esos eran los buenos porque ni se van con suripantas ni te protestan cuando te compras un bolso de más de cincuenta euros.
Y como el que busca encuentra, resultó que Marisol encontró a ese novio religioso y rico un día que salía del supermercado, que desengañados amigos, es donde de verdad se encuentran los novios y las novias y no en los bares y demás antros donde lo más que se encuentra es una patata frita si llegas temprano y sin hambre.
El novio en cuestión de nombre Rodrigo, aunque conocido por todos como Alberto porque su padre se llamaba Juan, era moreno y aburrido como una película iraní. Alberto iba a la iglesia todos los días, aunque algunos días iba sin ganas y otros iba con un perro pequeño que era muy amigo suyo. Alberto tocaba la guitarra y cantaba esas preciosas canciones que suelen escucharse en todas las iglesias españolas: “Ave María, cuando serás mía.” “Si Tú me dices ven, Señor, lo dejo todo” y la que más éxito tenía “Amor de hombre” que en verdad no era una canción religiosa pero que gustaba mucho al cura y a la sección dura de beatillas que se sentaba en las últimas filas para no perderse detalle de nada. Además de a tocar la guitarra y cantar en misa Alberto se dedicaba a sostener pobres. Tenía tres pobres, todos de muy buena familia, a los que sostenía continuamente, tanto que cuando querían dormirse tenían que convencer a Alberto para poder tumbarse en sus duras y frías camas de plumas suecas. Los pobres eran muy graciosos y le contaban a Alberto unos chistes graciosísimos de loros y él se los contaba a su madre y a Marisol que no se reía nunca porque no le hacían gracias esas cosas de loros.
Marisol y Alberto eran cada día más novios. Iban juntos a la iglesia, sostenían a los pobres entre los dos, aunque más Alberto que Marisol porque Alberto era todo un caballero español, iban a dar catequesis a los muchachos descarriados, les tiraban miguitas de pan a las viejecitas. Todo muy entretenido y eso. Como ya iban haciendo mayores, tenían casi veinticinco años cada uno, pensaron en casarse, más que nada porque el cura y los pobres se lo preguntaban todos los días y ya estaban un poco hartos de contestar, así que un día dijeron:
- Nos casamos el 17 de Mayo.
Y se quedaron tan anchos. Como lo habían dicho tuvieron que empezar a hacer esas cosas que se hacen cuando uno se va a casar: comprarse un tostador, comprase una aspiradora, comprarse una liga que luego corten las amigas, comprarse un montón de lacitos cursis para adornar el coche del hermano de tu padre que es en realidad tu tío y otras cosas aún más aburridas.
Una semana antes de la boda fue la despedida de solteros de cada uno. Marisol fue llevaba por sus amigas a un lugar oscuro donde hombres untados en aceite e incluso en vinagre se contoneaban más o menos sugerentemente según te gusten o no los hombres untados en aceite. A Marisol aquello le gustó, pero tampoco demasiado.
Alberto fue conducido por su grupo de catequesis a un famoso lugar donde mujeres lúbricas y tal vez extranjeras se desnudaban y más. Entre todos se fueron animando, sobre todo los catequistas más favorables al viejo y duro catecismo, y se armó un lío descomunal. Al terminar la noche nadie sabía dónde había ido a parar Alberto.
Tres meses después Marisol recibió una postal desde Lupercia en la que Alberto le explicó que se había ido a vivir allí con una de las chicas de la fiesta, que era protestante, divorciada y madre de tres niños de padres diferentes.
Marisol tenía un berrinche grande como la nariz de Cleopatra. Para ver si se calmaba se fue de compras. Mirando escaparates fue a dar con el de una zapatería que tenía catorce pares de zapatos rojos. Los había de todas las clases, con lentejuelas, con mucho tacón, con poco tacón, de chúpame la punta, de no me chupes la punta y todos los que se puedan imaginar. Marisol los compró todos.Ya en casa se los fue probando e iba chocando los tacones sólo por divertirse y jugar a ser niña. Cuando iba por el par once ¡pum! los zapatos resultaron ser mágicos y la transportaron, no al mundo de Oz, sino al de Coz donde conoció a un hombre que no era de hojalata, a un atrae ardillas y a un perro valiente. Se casó con el hombre no de hojalata y se fueron a vivir a una casa grande en Coz, que en realidad estaba dos calles más allá de la casa donde Marisol siempre había vivido.

Dedicado a Marisol y a sus zapatos de cualquier clase, sobre todo los rojos.

4 comentarios:

"El Lobo Estepario" dijo...

Me gustán más tus historias "basadas en hechos cuasi reales" que cuando te pones academicista, pero de pan vive el hombre, y de ensayos el filólogo. Esta historia me ha gustado.

Creatura dijo...

Ahí estoy con el lobo

Ana R. Pastor dijo...

Me encantan tus críticas de arte, muy constructivas,jajaja

Ana R. Pastor dijo...

Jajajajaja, ¡qué bueno lo del ventolín!, la verdad es que no me acordaba de que había un medicamento con ese nombre.
No dejes de escribir comentarios en mi blog que me parto contigo.