jueves, 30 de septiembre de 2010

CREATURA Nº 56. EL VIAJE

Fue a mediados del siglo XIX cuando el viaje se estableció como elemento de ocio en la sociedad moderna. Empezó siendo un elemento de lujo, sólo disponible para unos pocos privilegiados, pero con la aparición de la Agencia Cook, poco a poco el privilegio llegó cada vez a más y más personas que demandaban el producto como un elemento más de la sociedad de ocio y consumo que se iba construyendo entorno a la base de la oferta y la demanda capitalista. Los viajeros de la Agencia Cook podían aparecer en cualquier lado del mundo. Los destinos exóticos eran los favoritos de estos. Egipto, África, España, lugares ignotos y con resonancias aventureras en las mentes de los viajantes. Los viajeros de la Cook fueron mil veces parodiados en obras literarias. Eran viajeros cotillas que aparecían en cualquier momento sin que nadie lo esperara y que se comportaban como si estuvieran en el portal de su casa. Era el nacimiento del turista.

¿Qué diferencia a un turista de un viajero? El turista viaja por placer, el viajero tiene más intereses para hacerlo. La proliferación del viaje conllevó una explosión de la literatura de viaje, que si bien existía desde, al menos, la Edad Media, sufrió un importante crecimiento. Además supuso el nacimiento de las guías de viaje. Con esta proliferación y la entrada en el mercado de consumo del viaje nació algo más, nació la necesidad del viaje. Como artículo accesible se volvió no sólo deseable, sino necesario. Y en torno al viaje se creó toda una mitología, toda una publicidad positiva que hizo del viaje una experiencia vital absolutamente imprescindible en la vida de una persona. Así, poco a poco se ha ido articulando una teoría del viaje como elemento básico no sólo en el ocio de una persona, sino en su formación intelectual y social, en su formación básica. Se habla del viaje como elemento indispensable. No como opción, sino como obligación.

¿Dónde has estado?” No parece que la respuesta pueda ser en ningún sitio. Sólo los incapaces permanecen quietos. Ahora bien, ¿qué hay de cierto en esa necesidad creada, en esas expectativas que vertemos sobre el viaje? ¿Realmente forma la persona? ¿Forman la capacidad crítica? ¿La comprensión? ¿Nos forma el viaje? El planteamiento inicial dice que sí, que ver otras culturas, otras gentes, oír otras lenguas, probar otros sabores forma nuestro espíritu. Si bien este hecho es discutible (¿por qué debemos aprender sólo cuando vemos o probamos como si fuéramos Tomás apóstol? ¿no sirve el conocimiento previo de la alteridad para saber que hay otros y que los otros no son en todo, aunque sí en lo básico y humano, como nosotros?) parece uno de los tópicos generalmente aceptados por todos: alguien viajado será mejor. Pero no parece que sea siempre así. Parece más bien que se ha invertido la polaridad y que sucede lo contrario. Que la gente pasa por los sitios, pero que los sitios no pasan por la gente. El nacimiento del turismo como negocio contribuyó a la facilidad de ocupar los sitios, de visitar lugares, de que sean accesibles. De esta forma pasa la gente por los sitios como quien pasa por un catálogo. Parece que el gran objetivo del viaje es tachar de la lista un lugar, poder decir “yo he estado allí”. Como quien ama a una mujer para poder contarlo después, para poder decir ella estuvo un día en mi cama.

El lema es: “Juan estuvo aquí”. Poder escribir ese letrero es el objetivo. Abundan los viajes organizados donde cada diez minutos hemos de observar una de las maravillas que guarda la vida local. ¿Qué descubrimiento se hará en la cola de acceso a un monumento? ¿Qué importancia tiene realmente ese monumento? ¿Quién lo estableció como tal? ¿Qué importa? ¿Y aquel museo? ¿Dónde reside el alma de un lugar? ¿Lo captaré de alguna manera? ¿Será esta la de visitar sus lugares marcados en el mapa? La catalogación de lugares parece el primordial de los objetivos del viaje: fotos, vídeos, souvenires que vuelven a decir “Yo estuve allí” “Yo lo he ocupado” “Yo lo he visto”. Y bien, yo estuve allí. ¿Y qué sucedió allí? ¿Se produjo en mí la catarsis anunciada? ¿Comprendí de pronto la realidad? ¿O simplemente abrí la boca y observé lo que me indicaban?

Somos aleccionados para el viaje. Para el de conocimiento y para el de ocio. Estos se nos mezclan, podemos ver cosas y hacer cosas, disfrutar y aprender. Aprender de nosotros mismos. Volver de allí como volver a Ítaca, como el que vuelve a la vida con ojos nuevos. Promesas siempre de mejora vital, no sólo de placer, sino de completar de alguna forma lo que somos. Promesas que esperamos cumplir mientras contamos dónde estuvimos, mientras mostramos las fotos de los lugares que poseímos, que, vini, vidi, vinci, ya hemos conquistado.

1 comentario:

Félix Chacón dijo...

Ya hablamos, Rubén, un día de este tema y te di, en parte, la razón. Creo que los viajes de ocio solo sirven para ver, y de lejos, la epidermis de los lugares. No se conoce una ciudad por haber tomado unas cañas en un bar del centro ni mucho menos por haber pasado a toda hostia en un autobús de alguna empresa de viajes organizados. Sin embargo, viajar puede ser una forma de entretenimiento como otra cualquiera. Yo la practico de forma comedida. Tú te resistes a hacerlo pienso yo que por comodidad (o simplemente por ser original y no seguir al rebaño). Por eso este post tuyo, no me parece sino una excusa para mantenerte en tus trece y no salir de ese universo tuyo cuyos confines son Toledo y Madrid.