jueves, 30 de diciembre de 2010

AQUEL DICIEMBRE. CREATURA Nº 59

No sé si puedo contarlo bien, porque no recuerdo bien las cosas. En realidad no sé si puedo contar nada. No sólo porque no recuerdo bien las cosas. También porque muchas veces tengo la sensación de que no estoy realmente recordando nada, sino de que estoy inventando. De que estoy inventando no tanto un relato como mi propia memoria. No sé si puedo contar nada sin correr el riesgo de estar mintiendo y de estar mintiéndome. Todo me parecía y me sigue pareciendo irreal. Tengo la sensación de que las cosas no pasan realmente, la sensación de que las invento o alguien las inventa para mí, la sensación de que hay un tipo metido en mi cabeza empeñado en crear una realidad que seguramente no existe. Recuerdo cosas y no tengo muy claro que hayan sido ciertas. Recuerdo por ejemplo un atardecer en la playa. No es posible que haya mucho error en mi memoria porque no he pasado muchos días en la playa. Pero no parece un recuerdo mío. Parece que lo he visto en una película. O que tal vez lo he soñado. Y se ha quedado ahí guardado como cierto. Mi memoria, mi cerebro al fin y al cabo, no puede decidir si es cierto o es falso ese atardecer. Y creo que cada vez le añade más detalles, más cosas. Elimina gente, porque es un atardecer en la playa perfecto y sin embargo no hay nadie alrededor. Estoy solo como en tantos y tantos recuerdos perfectos. Aunque realmente los recuerdos que mi mente perfecciona son los tuyos. Por eso empecé a anotar las cosas, para ver si mi cerebro me estaba engañando y me estaba engañando tanto como yo sospechaba. Y empecé además a ir hacia atrás y a preguntarte a ti y a otros que andaban por allí si realmente las cosas sucedieron como yo recuerdo o si sucedieron de otra manera. Por eso no sé si puedo contarlo bien, no sé si puedo contar nada. Al anotar las cosas y confrontarlas con mi propia memoria las cosas fueron quedando más claras. Por un momento temí mentir también por escrito, estar escribiendo más una novela que mis recuerdos. Pero dejé de dudar de eso. No puedo dudar absolutamente de todo, me dije. De algo tengo que fiarme. Y decidí que sería de esas cosas que iba apuntando. Sólo las que empiezan en la primera entrada de ese diario. Sólo a partir de aquel diciembre. Sé que no recuerdo bien las cosas porque cuando hablamos tú me dices, no, eso no fue así. Por lo tanto es cierto que no puedo contarlo bien. Pero creo que es necesario que lo cuente, o al menos que me lo cuente a mí. Creo que hay algo de reafirmación de mí mismo en eso, algo de salir de la irrealidad que siento a veces. (Aunque no lo creas cuando a veces alargo la mano y te toco no es tanto por tocarte a ti, sino por saber que yo soy de verdad y que puedo tocar cosas. Lo tangible ha de ser cierto. Y si puedo tocarte es que yo soy cierto. Tiene además la ventaja de que me cercioro de que tú también eres cierta.) Si tengo una historia que contar, si voy protagonizando sucesos, sucesos en los que además apareces tú, fuente de realidad, es que soy real y significa que de una manera u otra todo eso que voy contando va sucediendo. Por eso a veces dejo el diario como olvidado por ahí. Para que tú lo leas y puedas saberlo. Y veas lo que estoy contando. Y sea todo más cierto. Y puede que un día me digas, no, eso no fue así. No sé si puedo contarlo bien, porque no recuerdo bien las cosas, pero lo voy a contar tal y como lo recuerdo. Recuerdo que lloré. Tu cuerpo estaba desnudo y las sábanas eran blancas. Eran las sábanas más blancas que he visto jamás. Tu cuerpo desnudo también era blanco. Sé que aquí hay algo de mentira porque te recuerdo más perfecta de como eres realmente. Hace un momento te he vuelto a ver desnuda. Y sé que tus piernas son más gordas. Que tienes pequeños granitos en algunas partes que en mi recuerdo no aparecen. Que tu piel es más mate de como mi mente dice. Pero recuerdo que lloré y que tú estabas desnuda y boca abajo en las sábanas blancas de una cama que era enorme. Esa fue la primera vez que te toqué para comprobar la veracidad de lo sucedido y sobre todo para comprobar que tú y yo éramos ciertos. Al notar mi mano tú giraste la cabeza, despertaste y sonreíste. Me dijiste ¡tonto! Y a mí me dio mucha vergüenza estar llorando allí mientras tú sonreías. Acabábamos de acostarnos por primera vez, pero esas lágrimas me parecían mucho más íntimas que toda la desnudez y el sexo, que todos los intercambios que habíamos tenido, que todas las palabras que tú y yo habíamos dicho y que diríamos en mucho tiempo. Dijiste ¡tonto! muy alegre, como tantas veces me lo habías dicho y como tantas veces me lo has repetido después. Y me viste llorando. Pero no te asustaste, creías que sabías lo que sucedía, así que levantaste la cabeza de la almohada y me besaste. No pasa nada, no es nada, ya nos apañaremos, dijiste. Pensaste que sabías por qué lloraba. Y aunque yo no te mentí, no te dije la verdad. No te dije que lloraba por lo mismo que sigo llorando a veces cuando no me ves, no te dije que lloraba de miedo.

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