El camelo de la poesía.
Es un hecho fácilmente comprobable que la poesía es el género literario que más fácilmente cala en un lector, en un receptor. De ahí que cualquier persona sea capaz de repetir un romance, una coplilla o al menos el estribillo de una canción. Sin embargo, es también la poesía el género literario más difícil de comprender para el lector, para el receptor. Podemos asegurar sin temor a equivocarnos demasiado que más de la mitad de las personas entrevistadas en una hipotética encuesta no sabría decirnos con claridad qué quiere decir un poeta en su poema. De ahí esa realidad dura pero innegable de la inutilidad de la poesía. Si existen poemas perfectos, de una belleza insoslayable, pero incomprensibles, son del todo inútiles, al menos mucho más inútiles que ese otro que dice “Que por mayo era por mayo…” ¿Por qué ocurre esto? No somos tan atrevidos como para dar respuestas concluyentes a esta pregunta, pero tal vez podamos centrarnos en otros aspectos que puedan aclarar algo este hecho.
Mirando un poco hacia la historia literaria española podemos comprobar que es sobre todo a partir del siglo XVII con la aparición de las formas poéticas barrocas (culteranismo y conceptismo) cuando empieza a suceder esto. Es cierto que anteriormente ya había poemas sumamente crípticos como Laberinto de Fortuna de Juan de Mena, pero ya decimos que sobre todo a partir de la aceptación del barroco cuando este hecho toma cuerpo definitivamente. La poesía va volviéndose más críptica, más difícil y su significado va dependiendo cada vez más de la inferencia, del resultado del cálculo que vamos haciendo tras descifrar cada verso. Esto hace que la poesía rompa sus lazos con la realidad y también con el lenguaje. La exaltación exagerada de la metáfora hace que el signo lingüístico pierda su referente con la realidad volviéndose así incomprensible para el lector, al menos para el lector no iniciado en los trucos del poeta. Queda así la poesía desconectada de la realidad y ligada a la propia realidad del poeta. De esto modo el poeta crea su propio lenguaje, de fácil comprensión para él mismo y para sus seguidores pero inextricable para los demás. Lleva esto a la desesperación del lector que no entiende lo que el poeta quiere decirle. Todo acto lingüístico, y un poema lo es, tiene su carga comunicativa, pero el poema pierde así su capacidad de comunicar con el lector y la poesía se vuelve un mero objeto, muy bello, muy delicado, pero un objeto al fin y al cabo.
Sucede que el referente y lo referido no son interpretables por el lector, sólo lo son por el emisor. Se vuelve así la poesía individualista e incomprensible, como cuando un niño que empieza a hablar y aún no tiene toda su competencia lingüística crea su propio lenguaje que es comprensible por él y tal vez por su madre, pero que no deja de ser un enigma para todos los demás. Esta transformación de la poesía en un mero objeto, en una especie de jarrón, en un elemento de decoración, se acentúa tras el éxito del barroco. Sucede que el barroco se alarga incansablemente en el siglo XVIII pero va degradándose y se van perdiendo los pocos apoyos que sustentaban en la realidad a las metáforas gongorinas. Así hasta 1750 triunfa el rococó, arte decorativo por excelencia, que nos deja poemas de una gran expresión plástica pero que son puros camelos ya no ininteligibles, sino simplemente faltos de significado. Esto se corrige (la historia de la literatura es una lucha entre acción y reacción y ahora tocaba la reacción) con la aceptación de la poesía neoclásica, fría y desnaturalizada (la reacción es igual de fuerte que la acción que la provoca), pero básicamente comunicativa.
Trasladémonos al siglo XX. Desde el comienzo del siglo, asimilada ya la toda la poesía española y extranjera desde la antigua Grecia hasta el romanticismo, la poesía sigue el camino de la incomprensión. Comienza el siglo con la lucha entre los naturalistas y los modernistas. Las polémicas de entonces nos suenan iguales a las que comenta Luzán en el siglo XVIII. La poesía modernista es de una belleza abrumadora, está rendida a la metáfora y a la sinestesia, pero no tiene capacidad comunicativa, nadie entiende lo que los poetas melenudos y bohemios quieren decir, ni siquiera saben si realmente esos poetas quieren decir algo. Interviene aquí un nuevo factor a la hora de entender la poesía: el elitismo.
La poesía, el arte en general, se vuelve elitista, no va hacia el público, hacia la masa, sino que van hacia una minoría de elitistas que manejan, con su particular diccionario, los tipos y los tópicos del nuevo arte. Para la mayoría, empero, sigue siendo la poesía un arte inaccesible, ciertamente bello, pero incomprensible.
Queda así el modernismo como un arte menor, sobre todo cuando tras ellos y tal vez como una revisión de sus formas llegan los del 98 y dan un contenido a todo ese arte bohemio y preciosista.
Más tarde llegarán las vanguardias (los movimientos de acción y reacción se aceleran como se aceleran los medios de comunicación y de transporte) y estas ya no sólo dejaran de ir hacia el público sino que irán contra el público. El arte además se deshumaniza, pierde su componente vital y se deja estar un limbo extraño donde no es accesible para nadie. El arte termina por desconectarse de la realidad, ya no va contra ella ni a su favor, no pretende consignarla ni representarla, sino que simplemente deja de considerarla. El lector de un poema vanguardista tomará el texto y le dará cuatro o cinco vueltas y no será capaz de entender nada. No es extraño, pues, el fracaso de las vanguardias literarias, pese al sorprendente éxito que tienen entre comentaristas e investigadores. Y no es extraño tampoco que se tilde de camelo a la poesía en general dado su elitismo, su desconexión de la realidad, su utilización de un lenguaje tan distinto al común, su ruptura, finalmente, con su carga comunicativa.
miércoles, 26 de septiembre de 2007
lunes, 3 de septiembre de 2007
Vamos al Chad, ese. Cuento de amor. Creatura nº 19.
13x21 Delirio vano é questo!
Vamos al Chad, ese. Cuento de amor.
Como Isak Dinesen, Ana tenía una granja, vale que no la tenía en África, pero la tenía en la famosa y cosmopolita villa de Esquivias, que no es África, pero de noche lo parece. ¿Por qué lo parece? Por la misma razón que de noche nosotros nos parecemos a George Clooney.
Ana era, por lo tanto, granjera y estaba muy contenta con serlo. Por la mañana ordeñaba las vacas y por la noche no, porque no siempre se pueden hacer las mismas cosas. Por la noche Ana se dedicaba a otros menesteres como ver la tele, fumar, cenar y otras cosas que no hace falta decir porque no se me ocurren ahora mismo. El caso es que Ana lo pasaba bastante bien siendo granjera, aunque a veces pensaba que estaría mejor ser otra cosa como bombera, pero como las bombas le asustaban bastante pensaba que ser granjera era lo suyo. Sólo una pega encontraba Ana a su vida, estaba un poco sola. Sí, tenía a sus caballos, sus vacas, sus cerditos y sus bichos en general, pero echaba de menos una compañía humana. De pequeña Ana había ido a la escuela y había hecho muchos amigos, pero ahora, viviendo en su granja pocos iban a verla. Además el trabajo de la granja era muy engorroso, y le fastidiaba el fin de semana y los festivos y así no había manera de hacer vida social de ninguna clase. Y por supuesto Ana no podía encontrar así un buen novio que se convirtiera en un buen marido que se convirtiera en un buen padre que se convirtiera en un buen abuelo que se convirtiera en un buen organillo que se convirtiera en un buen perchero que se convirtiera en un buen cristiano… Creo que me he liado, pero así era al fin y al cabo.
Así que muchas noches Ana las pasaba preguntándose si algún día conocería a alguien y cómo sería y tal y cual. La verdad es que con ese tema Ana se ponía un poco pesada y Marcial que era el cerdo más bonito de la granja se hartaba de ella cuando le contaba estas cosas y le tiraba mordiscos a ver si conseguía que de una vez dejara de contarle aquellas cosas que a él, sinceramente, le daban igual porque tenía a todas las cerdas que quería allí mismo.
De repente un día entró el siglo XXI en la granja de Ana: se compró un ordenador y una línea ADSL para internet. Al principio Ana no sabía muy bien que hacer con aquello. El aparato aquel no daba leche ni jamones ni era como el tractor, que movías una palanca y levantaba el arado. Era un aparato poco colaborador que hacía más bien lo que quería y que se quedaba como muerto cuando le daba la gana. Ana supo entonces que la informática es un engaño de los grandes. Aún así Ana le encontró el lado bueno a eso de internet. Todas las noches se las pasaba conectada a diversos chats de esos. Los chats esos son de un aburrido infamante pero a Ana le hacían gracia, porque podía hablar con la gente de Marcial y de sus gallinas que tenían nombres extravagantes como Julia, Francisca, Juana o María. Con el tiempo Ana llegó a ser una experta en eso de los chats y tenía en ellos muchos amigos y amigas.
Además a Ana el ordenador le sirvió para más cosas, como llevar la economía de la granja y anunciar su leche en internet. Sucedió que una gran marca de leche aceptó su oferta y todos los días venía un camión a llevarse la leche de sus vacas. Como los camiones son así de chulos tenía que venir un chico conduciéndolo. Se llamaba Pascual, estaba un poco harto de la broma fácil y era poco hablador. Pese a ello Ana le contaba todo lo que le ocurría en los chats esos, aunque la verdad es que Pascual no le prestaba mucha atención.
El tiempo fue pasando y Ana se iba divirtiendo con su ordenador como una energúmena con un tentetieso o más. Sucedió que un día Ana conoció por internet a un tipo que podríamos llamar siniestro, pero ocurriría que si lo llamamos así mentiríamos, y ya nos dijeron de pequeños que mentir está mal, así que no diremos que era siniestro, sino agradable. La verdad es que el tipo era la mar de simpático, iba por la calle siempre dando palmas y a la mínima se ponía a bailar sevillanas y otras cosas de esas que se bailan. Para este hombre cuyo nombre no sabemos pero al que todo el mundo conocía por Pepe, la vida era una juerga y se lo pasaba fenomenal el tío con cualquier cosa. Veía una mosca y ¡hala! diversión, veía un tranvía y ¡hala! diversión, veía un accidente de tráfico y ¡hala! diversión. Era un tipo la mar de salado y sucedió lo que suele suceder en estos casos y en otros que no son estos casos pero se parecen, es decir, que Ana y Pepe se enamoraron mutuamente entre sí. Se pasaban las horas hablando por el chat ese y diciéndose tonterías, que en realidad es lo que hacen todos los novios sólo que los otros novios lo hacían en vivo y en directo que es como más cursi. Estuvieron así mucho tiempo, un año o más, tal vez menos, no lo sé porque no entiendo bien los calendarios. Decidieron que en el aniversario de no se qué cosa debían conocerse y quedaron citados en la plaza de la famosa y cosmopolita villa de Esquivias. Ana llevaría una rosa en la boca y él la llevaría en la oreja. A la hora de esperar Ana se quitó la rosa de la boca porque no podía respirar. A las dos horas Ana decidió sentarse porque se le iban cansando las piernas. A las cuatro horas decidió volver a la granja porque ya llevaba tres horas lloviendo y no era plan de constiparse. Ana se puso muy triste y lloraba a todas horas y estornudaba como una burra porque había cogido un constipado de toma pan y moja. Pepe le explicó que no podía ser más su novio porque su mujer no le dejaba. Y es que realmente la mujer de Pepe para esas cosas era muy desaboría. Así que Ana se quedó otra vez sola, pero con su ordenador del alma conoció a otro novio y luego a otro y a otro, total que tenía tres novios y pensó que así sería mejor porque podría elegir y tendría un recambio por si acaso. Pero pasó que Ana acabó casándose con Pascual que un día la raptó y se la llevó a conocer Zamora en su camión.
- Vamos al Chad, ese. Le sugirió Pascual tras el volante.
- No que está muy lejos. Contestó Ana sobeteándole.
Este cuento NO está dedicado a Ana de Esquivias. Y sobre todo y para que quede bien clarito, NO está escrito para Ana de Esquivias. La gente para la escribo sabe bien quien es. A los otros sólo les dedico, cariñosamente, lo que escribo, sin que eso signifique que escribo para ellos o de ellos (qué vulgaridad). Quede claro como el agua clara que baja del monte.
Sí está dedicado a Zaira, porque me da la gana. Y para Javier Aguirre, por no fichar a Riquelme. Y para el pato de peluche de mi sobrina, que dice cua cua cuando le aprietas la barriga, que ya es mucho decir para cualquiera y más si se es de peluche.
Vamos al Chad, ese. Cuento de amor.
Como Isak Dinesen, Ana tenía una granja, vale que no la tenía en África, pero la tenía en la famosa y cosmopolita villa de Esquivias, que no es África, pero de noche lo parece. ¿Por qué lo parece? Por la misma razón que de noche nosotros nos parecemos a George Clooney.
Ana era, por lo tanto, granjera y estaba muy contenta con serlo. Por la mañana ordeñaba las vacas y por la noche no, porque no siempre se pueden hacer las mismas cosas. Por la noche Ana se dedicaba a otros menesteres como ver la tele, fumar, cenar y otras cosas que no hace falta decir porque no se me ocurren ahora mismo. El caso es que Ana lo pasaba bastante bien siendo granjera, aunque a veces pensaba que estaría mejor ser otra cosa como bombera, pero como las bombas le asustaban bastante pensaba que ser granjera era lo suyo. Sólo una pega encontraba Ana a su vida, estaba un poco sola. Sí, tenía a sus caballos, sus vacas, sus cerditos y sus bichos en general, pero echaba de menos una compañía humana. De pequeña Ana había ido a la escuela y había hecho muchos amigos, pero ahora, viviendo en su granja pocos iban a verla. Además el trabajo de la granja era muy engorroso, y le fastidiaba el fin de semana y los festivos y así no había manera de hacer vida social de ninguna clase. Y por supuesto Ana no podía encontrar así un buen novio que se convirtiera en un buen marido que se convirtiera en un buen padre que se convirtiera en un buen abuelo que se convirtiera en un buen organillo que se convirtiera en un buen perchero que se convirtiera en un buen cristiano… Creo que me he liado, pero así era al fin y al cabo.
Así que muchas noches Ana las pasaba preguntándose si algún día conocería a alguien y cómo sería y tal y cual. La verdad es que con ese tema Ana se ponía un poco pesada y Marcial que era el cerdo más bonito de la granja se hartaba de ella cuando le contaba estas cosas y le tiraba mordiscos a ver si conseguía que de una vez dejara de contarle aquellas cosas que a él, sinceramente, le daban igual porque tenía a todas las cerdas que quería allí mismo.
De repente un día entró el siglo XXI en la granja de Ana: se compró un ordenador y una línea ADSL para internet. Al principio Ana no sabía muy bien que hacer con aquello. El aparato aquel no daba leche ni jamones ni era como el tractor, que movías una palanca y levantaba el arado. Era un aparato poco colaborador que hacía más bien lo que quería y que se quedaba como muerto cuando le daba la gana. Ana supo entonces que la informática es un engaño de los grandes. Aún así Ana le encontró el lado bueno a eso de internet. Todas las noches se las pasaba conectada a diversos chats de esos. Los chats esos son de un aburrido infamante pero a Ana le hacían gracia, porque podía hablar con la gente de Marcial y de sus gallinas que tenían nombres extravagantes como Julia, Francisca, Juana o María. Con el tiempo Ana llegó a ser una experta en eso de los chats y tenía en ellos muchos amigos y amigas.
Además a Ana el ordenador le sirvió para más cosas, como llevar la economía de la granja y anunciar su leche en internet. Sucedió que una gran marca de leche aceptó su oferta y todos los días venía un camión a llevarse la leche de sus vacas. Como los camiones son así de chulos tenía que venir un chico conduciéndolo. Se llamaba Pascual, estaba un poco harto de la broma fácil y era poco hablador. Pese a ello Ana le contaba todo lo que le ocurría en los chats esos, aunque la verdad es que Pascual no le prestaba mucha atención.
El tiempo fue pasando y Ana se iba divirtiendo con su ordenador como una energúmena con un tentetieso o más. Sucedió que un día Ana conoció por internet a un tipo que podríamos llamar siniestro, pero ocurriría que si lo llamamos así mentiríamos, y ya nos dijeron de pequeños que mentir está mal, así que no diremos que era siniestro, sino agradable. La verdad es que el tipo era la mar de simpático, iba por la calle siempre dando palmas y a la mínima se ponía a bailar sevillanas y otras cosas de esas que se bailan. Para este hombre cuyo nombre no sabemos pero al que todo el mundo conocía por Pepe, la vida era una juerga y se lo pasaba fenomenal el tío con cualquier cosa. Veía una mosca y ¡hala! diversión, veía un tranvía y ¡hala! diversión, veía un accidente de tráfico y ¡hala! diversión. Era un tipo la mar de salado y sucedió lo que suele suceder en estos casos y en otros que no son estos casos pero se parecen, es decir, que Ana y Pepe se enamoraron mutuamente entre sí. Se pasaban las horas hablando por el chat ese y diciéndose tonterías, que en realidad es lo que hacen todos los novios sólo que los otros novios lo hacían en vivo y en directo que es como más cursi. Estuvieron así mucho tiempo, un año o más, tal vez menos, no lo sé porque no entiendo bien los calendarios. Decidieron que en el aniversario de no se qué cosa debían conocerse y quedaron citados en la plaza de la famosa y cosmopolita villa de Esquivias. Ana llevaría una rosa en la boca y él la llevaría en la oreja. A la hora de esperar Ana se quitó la rosa de la boca porque no podía respirar. A las dos horas Ana decidió sentarse porque se le iban cansando las piernas. A las cuatro horas decidió volver a la granja porque ya llevaba tres horas lloviendo y no era plan de constiparse. Ana se puso muy triste y lloraba a todas horas y estornudaba como una burra porque había cogido un constipado de toma pan y moja. Pepe le explicó que no podía ser más su novio porque su mujer no le dejaba. Y es que realmente la mujer de Pepe para esas cosas era muy desaboría. Así que Ana se quedó otra vez sola, pero con su ordenador del alma conoció a otro novio y luego a otro y a otro, total que tenía tres novios y pensó que así sería mejor porque podría elegir y tendría un recambio por si acaso. Pero pasó que Ana acabó casándose con Pascual que un día la raptó y se la llevó a conocer Zamora en su camión.
- Vamos al Chad, ese. Le sugirió Pascual tras el volante.
- No que está muy lejos. Contestó Ana sobeteándole.
Este cuento NO está dedicado a Ana de Esquivias. Y sobre todo y para que quede bien clarito, NO está escrito para Ana de Esquivias. La gente para la escribo sabe bien quien es. A los otros sólo les dedico, cariñosamente, lo que escribo, sin que eso signifique que escribo para ellos o de ellos (qué vulgaridad). Quede claro como el agua clara que baja del monte.
Sí está dedicado a Zaira, porque me da la gana. Y para Javier Aguirre, por no fichar a Riquelme. Y para el pato de peluche de mi sobrina, que dice cua cua cuando le aprietas la barriga, que ya es mucho decir para cualquiera y más si se es de peluche.
lunes, 6 de agosto de 2007
No hay que follarse a Ramón (verdad verdadera) Creatura Nº 18 Creatura Fantasma
13 X 21 Delirio vano è questo!
No hay que follarse a Ramón (verdad verdadera)
Yo ya lo sabía. Era una idea que tenía de siempre en la cabeza y que había llegado allí sin que yo supiera cómo. Pero allí estaba como una de esas verdades que se tienen en la cabeza sin saber por qué pero que son ciertas siempre: que las rubias ligan más, que las rubias son tontas, que las rubias no se depilan el bigote, que las rubias son del Madrid, que las rubias, en fin, son rubias naturales todas.
Claro que yo ya lo sabía. Y hasta lo aplicaba en la vida real desde bien pequeñita. Bien es cierto que al único Ramón que yo conocía era un primo de mi padre y era evidente que con él no iba a hacer eso nunca, y no sólo por el parentesco, también tenía que ver su olor corporal (calificado por su mujer como perfume de rosas y por mi madre como perfume de fosas), su cabello pelirrojo (¡Aquí pelirrojos no! era mi lema de cabecera hasta ese momento) y sobre todo por el excesivo tamaño de su cabeza que hacía de él lo más parecido del mundo a un tentetieso. De hecho se balanceaba al caminar cómicamente igual que si fuera un tentetieso o un poeta que acabara de cobrar.
Y aunque yo ya lo sabía un día me desperté sobresaltada por la idea, la grité en sueños y empapada en sudor levanté la cabeza y lo que no es la cabeza de la almohada con los ojos casi en blanco y la repetí varias veces al derecho y al revés como la niña de esa película: Pocahontas. Había sido como una revelación. Y la revelación me decía que debía difundir la palabra. Yo era como una profetisa, como una Jesucrista (con perdón a la Iglesia y a la Real Academia). Debía difundir mi mensaje. Pero tenía varios problemas para hacerlo:
1. ¿Cómo difundir el mensaje? Había muchas posibilidades de hacerlo: por la televisión, por los periódicos, por internet, por un megáfono atornillado a la baca de un coche, asomándome a la ventana y gritándolo.
2. ¿Quién era ese Ramón del que hablaba mi profecía?
Estos problemas y otros que no eran estos, como que me pondría para lo boda de mi prima, me atormentaban continuamente. No podía dormir, no podía comer, no podía beber, no podía fumar, no podía esnifar Vicks VapoRub pese a estar brutalmente constipada y no podía hacer ninguna de las otras cosas que hacen el mundo maravilloso como tirar tartas de crema a la cara de mujeres gordas que fue siempre mi entretenimiento favorito y la disciplina en la que fui campeona provincial amateur.
Me propuse ir por partes y resolver primero la forma de difundir mi mensaje. En primer lugar pinté varias pancartas con letras bien grandes y las colgué en las ventanas y en los balcones de mi casa. La gente llamaba a mi puerta para pedirme explicaciones. “Nena, ¿Quién es ese Ramón y qué te ha hecho que le parto la boca?” Me dijo mi hermano. “Hola, me llamó Ramón, ¿Es eso una insinuación?” Me dijo un tipo asqueroso que además llevaba pantalones pirata. “Oye, mi marido se llama Ramón, ¿Te importaría darme un cartelito de esos para que lo ponga en la cama a ver si capta por fin el mensaje?” Me dijo una señora de casi cuarenta años y con pinta de tener un amante cubano. Y así fui recogiendo multitud de mensajes pero ninguno me encaminaba al Ramón al que yo me refería. Decidí ser más agresiva y salí una noche a hacer pintadas en los muros de las calles más céntricas. Así seguro que encontraba a ese Ramón. Después de dos pintadas me paré en una casa con una pared blanca y enorme. Ya había terminado de escribir “NO HAY” cuando me cayó del balcón un cubo de agua que me hizo desistir de mi tarea. Busqué una nueva pared y la encontré, pero con tan mala suerte que al minuto de empezar a pintar apareció la policía y me detuvo. Aún hoy me pregunto como llegaron tan rápido. Y me contesto que seguramente tenga que ver con el hecho de haber intentado hacer una pintada en el muro de la comisaría. Soy una profetisa, pero no soy muy lista. Tampoco así logré encontrar al Ramón que yo buscaba. Mi mensaje, empero, se iba difundiendo y muchos Ramones me llamaban a casa diciendo que hacía meses que no conseguían tener relaciones por mi culpa. Otros Ramones me llamaban para felicitarme porque ahora ligaban más que nunca. El mundo es raro.
Mi siguiente paso fue abrir un blog en internet. Allí difundí la palabra, el mensaje y mis opiniones sobre ballet ruso contemporáneo. Después de Prokofiev no hay nada. Tampoco conseguí mi propósito. En realidad yo no sabía cuál era mi propósito y por eso me conformaba con difundir la palabra y con lo del ballet ruso. Después de varios meses empecé a cansarme del tema. Mis amigos me habían abandonado. Mi hermano no me hablaba. Mi madre ya no me hacía natillas. Mi perro se fue con otra más guapa. La vida se volvió asquerosa. Decidí dejar el tema. Nada bueno podría para mí salir de aquello. Cerré el blog y descolgué las pancartas. Mi vida volvió a su normalidad. Mis amigos volvieron a hablarme, mi perro volvió a sacarme de paseo y dejó a la guapa, mi hermano volvió a pedirme dinero. Mi madre nunca más me ha hecho natillas. Es una rencorosa. La cosa siguió como antes de mi obsesión por aquel mensaje que se me apareció en sueños. Pasados dos años conocí a un chico en el supermercado y empecé a salir con él. Se llamaba Enrique Castro, aunque todos le llamaban, no sé por qué Quini. El día que estuve en su casa por fin conseguí entenderl0 todo: su perro se llamaba Ramón Ramírez.
A Cristina, también eximia y en ocasiones hasta excelsa.
No hay que follarse a Ramón (verdad verdadera)
Yo ya lo sabía. Era una idea que tenía de siempre en la cabeza y que había llegado allí sin que yo supiera cómo. Pero allí estaba como una de esas verdades que se tienen en la cabeza sin saber por qué pero que son ciertas siempre: que las rubias ligan más, que las rubias son tontas, que las rubias no se depilan el bigote, que las rubias son del Madrid, que las rubias, en fin, son rubias naturales todas.
Claro que yo ya lo sabía. Y hasta lo aplicaba en la vida real desde bien pequeñita. Bien es cierto que al único Ramón que yo conocía era un primo de mi padre y era evidente que con él no iba a hacer eso nunca, y no sólo por el parentesco, también tenía que ver su olor corporal (calificado por su mujer como perfume de rosas y por mi madre como perfume de fosas), su cabello pelirrojo (¡Aquí pelirrojos no! era mi lema de cabecera hasta ese momento) y sobre todo por el excesivo tamaño de su cabeza que hacía de él lo más parecido del mundo a un tentetieso. De hecho se balanceaba al caminar cómicamente igual que si fuera un tentetieso o un poeta que acabara de cobrar.
Y aunque yo ya lo sabía un día me desperté sobresaltada por la idea, la grité en sueños y empapada en sudor levanté la cabeza y lo que no es la cabeza de la almohada con los ojos casi en blanco y la repetí varias veces al derecho y al revés como la niña de esa película: Pocahontas. Había sido como una revelación. Y la revelación me decía que debía difundir la palabra. Yo era como una profetisa, como una Jesucrista (con perdón a la Iglesia y a la Real Academia). Debía difundir mi mensaje. Pero tenía varios problemas para hacerlo:
1. ¿Cómo difundir el mensaje? Había muchas posibilidades de hacerlo: por la televisión, por los periódicos, por internet, por un megáfono atornillado a la baca de un coche, asomándome a la ventana y gritándolo.
2. ¿Quién era ese Ramón del que hablaba mi profecía?
Estos problemas y otros que no eran estos, como que me pondría para lo boda de mi prima, me atormentaban continuamente. No podía dormir, no podía comer, no podía beber, no podía fumar, no podía esnifar Vicks VapoRub pese a estar brutalmente constipada y no podía hacer ninguna de las otras cosas que hacen el mundo maravilloso como tirar tartas de crema a la cara de mujeres gordas que fue siempre mi entretenimiento favorito y la disciplina en la que fui campeona provincial amateur.
Me propuse ir por partes y resolver primero la forma de difundir mi mensaje. En primer lugar pinté varias pancartas con letras bien grandes y las colgué en las ventanas y en los balcones de mi casa. La gente llamaba a mi puerta para pedirme explicaciones. “Nena, ¿Quién es ese Ramón y qué te ha hecho que le parto la boca?” Me dijo mi hermano. “Hola, me llamó Ramón, ¿Es eso una insinuación?” Me dijo un tipo asqueroso que además llevaba pantalones pirata. “Oye, mi marido se llama Ramón, ¿Te importaría darme un cartelito de esos para que lo ponga en la cama a ver si capta por fin el mensaje?” Me dijo una señora de casi cuarenta años y con pinta de tener un amante cubano. Y así fui recogiendo multitud de mensajes pero ninguno me encaminaba al Ramón al que yo me refería. Decidí ser más agresiva y salí una noche a hacer pintadas en los muros de las calles más céntricas. Así seguro que encontraba a ese Ramón. Después de dos pintadas me paré en una casa con una pared blanca y enorme. Ya había terminado de escribir “NO HAY” cuando me cayó del balcón un cubo de agua que me hizo desistir de mi tarea. Busqué una nueva pared y la encontré, pero con tan mala suerte que al minuto de empezar a pintar apareció la policía y me detuvo. Aún hoy me pregunto como llegaron tan rápido. Y me contesto que seguramente tenga que ver con el hecho de haber intentado hacer una pintada en el muro de la comisaría. Soy una profetisa, pero no soy muy lista. Tampoco así logré encontrar al Ramón que yo buscaba. Mi mensaje, empero, se iba difundiendo y muchos Ramones me llamaban a casa diciendo que hacía meses que no conseguían tener relaciones por mi culpa. Otros Ramones me llamaban para felicitarme porque ahora ligaban más que nunca. El mundo es raro.
Mi siguiente paso fue abrir un blog en internet. Allí difundí la palabra, el mensaje y mis opiniones sobre ballet ruso contemporáneo. Después de Prokofiev no hay nada. Tampoco conseguí mi propósito. En realidad yo no sabía cuál era mi propósito y por eso me conformaba con difundir la palabra y con lo del ballet ruso. Después de varios meses empecé a cansarme del tema. Mis amigos me habían abandonado. Mi hermano no me hablaba. Mi madre ya no me hacía natillas. Mi perro se fue con otra más guapa. La vida se volvió asquerosa. Decidí dejar el tema. Nada bueno podría para mí salir de aquello. Cerré el blog y descolgué las pancartas. Mi vida volvió a su normalidad. Mis amigos volvieron a hablarme, mi perro volvió a sacarme de paseo y dejó a la guapa, mi hermano volvió a pedirme dinero. Mi madre nunca más me ha hecho natillas. Es una rencorosa. La cosa siguió como antes de mi obsesión por aquel mensaje que se me apareció en sueños. Pasados dos años conocí a un chico en el supermercado y empecé a salir con él. Se llamaba Enrique Castro, aunque todos le llamaban, no sé por qué Quini. El día que estuve en su casa por fin conseguí entenderl0 todo: su perro se llamaba Ramón Ramírez.
A Cristina, también eximia y en ocasiones hasta excelsa.
martes, 5 de junio de 2007
El viejo y las Palomas. Creatura 17. Especial Bizarro
El buen señor siempre estaba en aquel banco del parque, sentado, echando migas de pan a las palomas. Con su pelo blanco y su bastón ya viejo lo miraba mientras trabajaba y me preguntaba si no se aburriría de estar todo el día allí sentado echándole de comer a las palomas esas tan burras que acababan siempre dándose de picotazos por el último trozo de pan que el hombre aquel les echaba.
Se notaba en el hombre que había sido importante. No sé bien en qué, tal vez en sus dos medallas de la guerra franco – prusiana que siempre llevaba en la pechera. Tal vez fuera en el birrete de doctor que llevaba cuando hacía sol. Tal vez fuera que llevaba el pan de las palomas en un cucurucho hecho con billetes de 50 euros. No sé bien en qué sería pero se lo notaba ese porte de los hombres de bien que tienen una historia que contar. Yo quería que me contara esa historia, pero no sabía cómo hacer para entablar amistad con él.
Un día mientras yo pasaba mi cepillo gigantesco cerca de su banco le pregunté por el libro que estaba leyendo.
- Buenos días, ¿qué lee usted?
- Las uvas de la ira.
- ¿Y qué tal?
- Bien, explica muy bien cómo pisar las uvas para que el vino salga bueno.
- ¿Cómo hay que pisarlas?
- Con ira.
A partir de ahí comenzó una amistad basada en nuestro mutuo gusto por la literatura. Yo le hablaba de mi afición por Marina Castaño y él me contaba cosas de su admirado Antonio Gala. El señor Matías, que así se llamaba, había sido general de división en cinco de las últimas cuatro guerras. No sé bien cuáles eran porque a él no le gustaba hablar de la guerra, decía que era muy aburrido, todo el rato matando gente, ahí, como si las balas fueran gratis.
Por fin un día conseguí que me contara la historia triste que le hacía ir todos los días a echar miguitas de pan a las palomas. De joven, siendo capitán, se había enamorado de una joven costurera hija ilegítima de un conde arruinado por su afición a saltar a la comba: se le gastaban tanto los zapatos y los bajos de los pantalones que no le daba el dinero para reponerlos. El caso es que todos los días seguía a esta chica desde su taller de costura a su casa que estaba tres calles más allá. Un día se decidió a hablarle, pero cuando la llamó, “Fulgencia”, para alcanzarla y declararle su amor, un yunque cayó de la ventana de una pescadera y mató a la costurera. Desde entonces fue un hombre triste y no pudo mitigar esa tristeza ni con sus millones, sus medallas, sus catorce mujeres y sus veintitrés hijos, que por cierto formaron un equipo de rugby y ganaron el seis naciones.
Un día ya no volví a verlo, me enteré de que se marchó a Benidorm a vivir y allí había muerto porque le cayó, misterios de la vida, un yunque en la cabeza mientras seguía a una sueca por el paseo marítimo.
Se notaba en el hombre que había sido importante. No sé bien en qué, tal vez en sus dos medallas de la guerra franco – prusiana que siempre llevaba en la pechera. Tal vez fuera en el birrete de doctor que llevaba cuando hacía sol. Tal vez fuera que llevaba el pan de las palomas en un cucurucho hecho con billetes de 50 euros. No sé bien en qué sería pero se lo notaba ese porte de los hombres de bien que tienen una historia que contar. Yo quería que me contara esa historia, pero no sabía cómo hacer para entablar amistad con él.
Un día mientras yo pasaba mi cepillo gigantesco cerca de su banco le pregunté por el libro que estaba leyendo.
- Buenos días, ¿qué lee usted?
- Las uvas de la ira.
- ¿Y qué tal?
- Bien, explica muy bien cómo pisar las uvas para que el vino salga bueno.
- ¿Cómo hay que pisarlas?
- Con ira.
A partir de ahí comenzó una amistad basada en nuestro mutuo gusto por la literatura. Yo le hablaba de mi afición por Marina Castaño y él me contaba cosas de su admirado Antonio Gala. El señor Matías, que así se llamaba, había sido general de división en cinco de las últimas cuatro guerras. No sé bien cuáles eran porque a él no le gustaba hablar de la guerra, decía que era muy aburrido, todo el rato matando gente, ahí, como si las balas fueran gratis.
Por fin un día conseguí que me contara la historia triste que le hacía ir todos los días a echar miguitas de pan a las palomas. De joven, siendo capitán, se había enamorado de una joven costurera hija ilegítima de un conde arruinado por su afición a saltar a la comba: se le gastaban tanto los zapatos y los bajos de los pantalones que no le daba el dinero para reponerlos. El caso es que todos los días seguía a esta chica desde su taller de costura a su casa que estaba tres calles más allá. Un día se decidió a hablarle, pero cuando la llamó, “Fulgencia”, para alcanzarla y declararle su amor, un yunque cayó de la ventana de una pescadera y mató a la costurera. Desde entonces fue un hombre triste y no pudo mitigar esa tristeza ni con sus millones, sus medallas, sus catorce mujeres y sus veintitrés hijos, que por cierto formaron un equipo de rugby y ganaron el seis naciones.
Un día ya no volví a verlo, me enteré de que se marchó a Benidorm a vivir y allí había muerto porque le cayó, misterios de la vida, un yunque en la cabeza mientras seguía a una sueca por el paseo marítimo.
"Palabras" Creatura 17. Especial Bizarro.
“Palabras”
1.
Algunas tardes creo que son mi soledad y mi sordera lo que me empujan a ti. Otras tardes creo que es únicamente el broche de tu sostén.
2.
La precisión exacta
Que hace falta
Para desabrochar un botón,
Normalmente el primero,
De tu blusa,
Es el gesto que más me gusta
De cuantos mis manos
Son capaces de hacer.
3.
Mi amor por ti se cuela por entre tus intersticios: tu esternón, la juntura de tus muslos, la separación diversa de tus dedos, el espacio entre tu ropa y tu cuerpo. Se cuela por ahí y quiere quedarse pegado, pero se despega según tú te vas alejando.
4.
Como tengo cierto temor a la oscuridad lo calmo pensando en ti. También el miedo a la soledad. Desgraciadamente no me sirves para el miedo a los payasos.
5.
La historia de nuestro amor es en realidad la historia de una impostura. Es la historia mal contada de una mentira.
1.
Algunas tardes creo que son mi soledad y mi sordera lo que me empujan a ti. Otras tardes creo que es únicamente el broche de tu sostén.
2.
La precisión exacta
Que hace falta
Para desabrochar un botón,
Normalmente el primero,
De tu blusa,
Es el gesto que más me gusta
De cuantos mis manos
Son capaces de hacer.
3.
Mi amor por ti se cuela por entre tus intersticios: tu esternón, la juntura de tus muslos, la separación diversa de tus dedos, el espacio entre tu ropa y tu cuerpo. Se cuela por ahí y quiere quedarse pegado, pero se despega según tú te vas alejando.
4.
Como tengo cierto temor a la oscuridad lo calmo pensando en ti. También el miedo a la soledad. Desgraciadamente no me sirves para el miedo a los payasos.
5.
La historia de nuestro amor es en realidad la historia de una impostura. Es la historia mal contada de una mentira.
lunes, 7 de mayo de 2007
La poesía de David González. Creatura 16.
La mejor forma de tomar consideración de lo que una obra literaria, un escritor, un poeta representa, se puede y se debe tomar con el paso del tiempo. Pocas obras se consagran a la primera, en su tiempo, necesitan de la revisión de profesores, investigadores, apasionados aunque tardíos lectores. De ahí que la crítica universitaria pose su mirada tan poco en la literatura más actual y sea la crítica periodística (si es que realmente existe una crítica periodística y no una mera maquinaria publicitaria) la que refleje el transcurrir de la última literatura. Es leída, es considerada, pero la opinión final, excepto prominentes excepciones, la dará el tiempo. Pese a ello y a todas las dificultades que esta y otras circunstancias nos imponen vamos a tratar de acercarnos a la poesía de uno de estos actuales poetas.
David González (San Andrés de Tacones, Gijón, 1964) es hombre de complicada biografía. Vive su infancia y su adolescencia en barrios marginales de la zona de Gijón, marcados por la pobreza, la necesidad y el gran auge del consumo de droga que se produce en los setenta y los ochenta. Diferentes avatares llevan al poeta a la cárcel. Tal vez sea el de la cárcel un tópico literario. Bécquer, Miguel Hernández, Cervantes, José García Nieto ya pasaron por allí, si bien el caso de David González no viene sino a desmentir este tópico: no es la cárcel una experiencia literaria, sino un aldabonazo que lo despierta a la literatura. En los casos citados anteriormente la cárcel viene al escritor cuando este ya es escritor y tiene conciencia de tal. En el poeta que nos ocupa la cárcel con su “reposo” y su obligada introspección llevan al poeta definitivamente a la poesía.
Es complicado separar en él su obra de su biografía, pues su obra se nutre especialmente de su biografía: su infancia picaresca, su adolescencia nebulosa, su paso por la cárcel y su posterior conciencia poética.
Su misma biografía de marginado lleva al poeta a tomar una especial conciencia de la vida y su devenir. Para él la vida no es un problema filosófico, ni epistemológico, no se trata de qué es la vida o de cómo comprender la vida. Tampoco es la vida un problema amoroso, su problema no son las relaciones personales. Su problema está circunscrito a su mismo nacimiento, a su infancia, a su experiencia vital: es un problema social. Su condición de paria de la sociedad le lleva a una visión crítica, dolida y escéptica de esa sociedad que lo ha llevado al margen, que lo ha desechado. “Mi primera peseta la gané/ nadando entre borra, raba, brea/ y cagayones.” Nos dice el poeta en uno de los poemas iniciales de su último libro. Evidentemente se despiertan recuerdos de su infancia, de su lucha primera por la vida y por lo injusto de esa vida que hace que unos, los no presentes en el poema, ganen su primer dinero sin esfuerzo, en su cuna, mientras otros, los del poema, deben nadar entre
desperdicios para ganarse una vida mísera, una mísera peseta. Así construye David González su poesía, a base de su biografía, de su lucha con la vida, vida mísera o triste o en ocasiones ni lo uno ni lo otro, simplemente vida:
“La tira de esparadrapo/ en la garganta de Inés Toledo,/ poeta. Laringe estrecha con las cuerdas/ vocales recompuestas, me dice./ Para que no me ahogue, me explica.”
Ese mismo hecho de circunscribirse a lo real y a lo propio del autor resta, en ocasiones, interés a este tipo de poesía. Si el autor consigue dar forma a sus vivencias y a su experiencia conseguirá una poesía de gran toque humano. Pero puede ocurrir por el contrario que esa poesía quede reducida a un largo fluir de episodios que por su propio carácter personal se vuelvan incomprensibles al lector, es decir que sean tan netamente personales y estén tan fuertemente contextualizados que si se sacan de ese contexto y no se ha vivido la situación quede la poesía reducida a la incapacidad.
Es sumamente difícil no caer en ese efecto cuando la poesía gravita en torno a la vida del poeta, cuando la poesía cuenta sobre todo la propia vida del poeta. En ocasiones le ocurre a la de David González. Nos encontramos con poemas de un corte tan personal, e íntimo que su comprensión, a pesar de ser clara y concisa, no llega al receptor como un poema en sí, sino más como una confesión que carece de interés al ser el poeta un personaje alejado de la vida del lector, al vivir el receptor en un contexto lejano al del poema.
Esta realidad, recurrente en toda la llamada “poesía de la experiencia” que recorre la literatura española desde finales de los setenta, podemos encontrarlo también en poetas de mayor fama y alejados del contexto social como Francisco Díaz de Castro o Luis García Montero.
Formalmente la poesía de David González cuenta con los grandes, y tal vez los mejores, argumentos de la poesía moderna. Es una poesía narrativa, antirretórica, antipoética en muchas ocasiones. Es una poesía clara con una gran carga comunicativa, que busca al lector por el lado más claro, que busca que ese lector entienda todo lo que se le dice y no tenga que interpretar y hacer extrañas cábalas hasta llegar a un posible significado de lo señalado en el poema. Dice lo que dice, significa lo que significa. Paradigma de esta forma de hacer poesía es el poema Metamorfosis: “sobre la almohada,/ en su lado de la cama,/ lo que a primera vista/ parece ser/ el pétalo de una rosa/ se revela, luego/ visto más de cerca,/ como un simple trozo,/ de cinta aislante.”
Si bien la poesía de David González se mueve en estos cauces formales, encontramos, en ocasiones, verdaderas gotas de poesía en la forma más clásica de la palabra: “La cara es el espejismo del alma.”
Es, pues, la de David González una poesía de experiencia, social, narrativa y que recorre el camino que más aciertos ha dejado la poesía española en su historia: el de la búsqueda de la verdad.
Dedicado a José Paulino Ayuso, profesor y maestro, por su antología y su bondad.
David González (San Andrés de Tacones, Gijón, 1964) es hombre de complicada biografía. Vive su infancia y su adolescencia en barrios marginales de la zona de Gijón, marcados por la pobreza, la necesidad y el gran auge del consumo de droga que se produce en los setenta y los ochenta. Diferentes avatares llevan al poeta a la cárcel. Tal vez sea el de la cárcel un tópico literario. Bécquer, Miguel Hernández, Cervantes, José García Nieto ya pasaron por allí, si bien el caso de David González no viene sino a desmentir este tópico: no es la cárcel una experiencia literaria, sino un aldabonazo que lo despierta a la literatura. En los casos citados anteriormente la cárcel viene al escritor cuando este ya es escritor y tiene conciencia de tal. En el poeta que nos ocupa la cárcel con su “reposo” y su obligada introspección llevan al poeta definitivamente a la poesía.
Es complicado separar en él su obra de su biografía, pues su obra se nutre especialmente de su biografía: su infancia picaresca, su adolescencia nebulosa, su paso por la cárcel y su posterior conciencia poética.
Su misma biografía de marginado lleva al poeta a tomar una especial conciencia de la vida y su devenir. Para él la vida no es un problema filosófico, ni epistemológico, no se trata de qué es la vida o de cómo comprender la vida. Tampoco es la vida un problema amoroso, su problema no son las relaciones personales. Su problema está circunscrito a su mismo nacimiento, a su infancia, a su experiencia vital: es un problema social. Su condición de paria de la sociedad le lleva a una visión crítica, dolida y escéptica de esa sociedad que lo ha llevado al margen, que lo ha desechado. “Mi primera peseta la gané/ nadando entre borra, raba, brea/ y cagayones.” Nos dice el poeta en uno de los poemas iniciales de su último libro. Evidentemente se despiertan recuerdos de su infancia, de su lucha primera por la vida y por lo injusto de esa vida que hace que unos, los no presentes en el poema, ganen su primer dinero sin esfuerzo, en su cuna, mientras otros, los del poema, deben nadar entre
desperdicios para ganarse una vida mísera, una mísera peseta. Así construye David González su poesía, a base de su biografía, de su lucha con la vida, vida mísera o triste o en ocasiones ni lo uno ni lo otro, simplemente vida:
“La tira de esparadrapo/ en la garganta de Inés Toledo,/ poeta. Laringe estrecha con las cuerdas/ vocales recompuestas, me dice./ Para que no me ahogue, me explica.”
Ese mismo hecho de circunscribirse a lo real y a lo propio del autor resta, en ocasiones, interés a este tipo de poesía. Si el autor consigue dar forma a sus vivencias y a su experiencia conseguirá una poesía de gran toque humano. Pero puede ocurrir por el contrario que esa poesía quede reducida a un largo fluir de episodios que por su propio carácter personal se vuelvan incomprensibles al lector, es decir que sean tan netamente personales y estén tan fuertemente contextualizados que si se sacan de ese contexto y no se ha vivido la situación quede la poesía reducida a la incapacidad.
Es sumamente difícil no caer en ese efecto cuando la poesía gravita en torno a la vida del poeta, cuando la poesía cuenta sobre todo la propia vida del poeta. En ocasiones le ocurre a la de David González. Nos encontramos con poemas de un corte tan personal, e íntimo que su comprensión, a pesar de ser clara y concisa, no llega al receptor como un poema en sí, sino más como una confesión que carece de interés al ser el poeta un personaje alejado de la vida del lector, al vivir el receptor en un contexto lejano al del poema.
Esta realidad, recurrente en toda la llamada “poesía de la experiencia” que recorre la literatura española desde finales de los setenta, podemos encontrarlo también en poetas de mayor fama y alejados del contexto social como Francisco Díaz de Castro o Luis García Montero.
Formalmente la poesía de David González cuenta con los grandes, y tal vez los mejores, argumentos de la poesía moderna. Es una poesía narrativa, antirretórica, antipoética en muchas ocasiones. Es una poesía clara con una gran carga comunicativa, que busca al lector por el lado más claro, que busca que ese lector entienda todo lo que se le dice y no tenga que interpretar y hacer extrañas cábalas hasta llegar a un posible significado de lo señalado en el poema. Dice lo que dice, significa lo que significa. Paradigma de esta forma de hacer poesía es el poema Metamorfosis: “sobre la almohada,/ en su lado de la cama,/ lo que a primera vista/ parece ser/ el pétalo de una rosa/ se revela, luego/ visto más de cerca,/ como un simple trozo,/ de cinta aislante.”
Si bien la poesía de David González se mueve en estos cauces formales, encontramos, en ocasiones, verdaderas gotas de poesía en la forma más clásica de la palabra: “La cara es el espejismo del alma.”
Es, pues, la de David González una poesía de experiencia, social, narrativa y que recorre el camino que más aciertos ha dejado la poesía española en su historia: el de la búsqueda de la verdad.
Dedicado a José Paulino Ayuso, profesor y maestro, por su antología y su bondad.
jueves, 19 de abril de 2007
Utilidad y significación de la poesía. Creatura 15.
No vamos a enredarnos en discusiones estériles sobre qué tiene que ser la poesía o que es. Vamos a quedarnos en un punto más cercano, menos abstracto ¿qué significa la poesía? No qué significa un poema, sino que significa la poesía en el mundo, para la gente. También buscaremos respuestas a la pregunta ¿para qué sirve la poesía?
Significación de la poesía.
¿Qué representa la poesía en el mundo actual? La respuesta es bastante obvia, la poesía en el mundo actual no representa nada. No le importa a nadie. Las cifras de venta de libros de poesía son ridículas, apenas hay editoriales que publiquen poesía. Ninguna de las grandes tiene un catálogo considerable de poetas o de libros de poesía, apenas si Seix Barral publica algún libro y siempre de autores consagrados. La poesía suele ser publicada por pequeñas editoriales que sí tienen un catálogo extenso, pero que tienen una difusión y una distribución limitada o prácticamente inexistente. Algunas de ella sí publican un número considerable de títulos al año. Nos referimos a Visor, a Lumen, a Pre - Textos, Caballo Griego para la Poesía. Aún así es conveniente señalar que las ediciones de un libro de poesía son cortas, no suelen superar el millar de ejemplares, ejemplares que suelen quedarse sin vender.
¿Qué quiere decir todo esto? Que la poesía no le interesa al público, que no se vende, que apenas se publica, que no tiene trascendencia, que es prácticamente clandestina. Evidentemente esto va en detrimento de los poetas, ¿cuántos poetas actuales podría señalar un estudiante medio de secundaria? Me atrevería a decir que ninguno, tal vez uno si saben que Joaquín Sabina ha publicado un libro de versos. Alguien podría señalar que la poesía también vive del pasado, pero ahí tampoco deben andar mucho mejor las cosas, excepto algunas ediciones para escolares y universitarios, las de Cátedra y Castalia, la poesía no se reedita, tiene una vida limitada y acaba muriendo de olvido en los montones de papelote de los distribuidores.
¿Qué significa entonces la poesía? Nada. El común de la gente no atiende a la poesía, le da lo mismo, no le importa. Tal vez esta realidad enfade a los (pocos) lectores de poesía que aún quedan, pero es cierto, la cosa es así. La poesía no tiene ninguna repercusión en el mundo actual, en la sociedad actual. ¿Es esto importante? ¿Es peligroso? No lo parece. Nadie leyó nunca la poesía de Valle, ni la de Darío, ni la de Villaespesa, no digamos ya la de los vanguardistas, Huidobro es un desconocido, la más actual de los novísimos acumula polvo en la Biblioteca Nacional. El mundo siempre ha vivido de espaldas a la poesía y si no fuera por Bécquer nadie sería capaz de juntar dos versos si le preguntáramos a traición por la calle. A pesar de ello el mundo, la literatura y la sociedad han continuado existiendo, por eso es conveniente señalar que la poesía es indiferente a la sociedad, pero seguirá existiendo sin fin por razones que no se nos escapan pero que están ahora de más.
Utilidad de la poesía.
Una nueva pregunta ¿Para qué sirve la poesía? Realmente no sirve para nada, pero veamos la pregunta desde diferentes ángulos.
¿Para qué sirve escribir poesía? Para nada. Uno de los grandes objetos de la poesía ha sido impresionar o llamar la atención al ser amado. Es decir, que la poesía es al poeta lo que a otro es pasar delante de la chica haciendo un caballito con la moto. ¿Es esto útil? Lo del caballito suele serlo, lo de la poesía no. No sirve la poesía para hacer que te quieran, no sirve para que la chica del Mirinda con una luna menguante negra tatuada en el hombro derecho se enamore de repente de alguien que la sonetea desde un taburete. Para otras cosas tampoco es demasiado útil la poesía: no cambia la sociedad, no mejora el mundo, no sirve más que para que las cosas sean dichas y para eso vale cualquier palabra, poesía o no.
¿Sirve la poesía para hacerse rico? Evidentemente no. Un poeta no puede vivir de la poesía debe ser además periodista, profesor o cualquier otra cosa. Un poema no vale más que el avión que podemos hacer con el papel en el que está escrito.
¿Sirve entonces para hacerse famoso? No creo que digan mucho los nombres de Andrés Sánchez Robayna, Antonio Gamoneda o José Antonio Muñoz Rojas. ¿Sirve para hacerse un nombre? Tal vez esta vez podamos contestar sí. Entre los aficionados y el resto de los poetas, los autores publicados y de cierta fama suelen alcanzar alguna relevancia social, aunque no deja de parecer que es más el jefe de una pandilla que alguien con una relevancia real en la sociedad. Escribir poesía pues, no sirve de nada.
¿Es útil la poesía a la sociedad? Ya hemos destacado antes que la poesía no se lee prácticamente. Es evidente que su utilidad para la sociedad es limitada, si no inexistente. Se podría objetar que existe un gran repertorio de poesía social y más o menos combativa, pero esa poesía tampoco es útil, porque una palabra es inútil a aquel que necesita un hecho y además esa palabra no suele llegar justamente al que necesita de ayuda, sino al que tranquilamente lee en su casa sobre la desgracia de otro.
¿Vale de algo entonces leer poesía? Generalmente no, ya que la poesía sólo sirve de desahogo al poeta y se hace críptica e indescifrable para el lector. Sin embargo, hemos de admitir que lo más útil de la poesía es su lectura, porque además de ser un acto comunicativo, con todo lo que ello conlleva, es, a veces, muy entretenida. Concluyendo podemos decir que la poesía es un arte inútil, excepto para la propia poesía ya que es absolutamente autorreferencial, útil solamente a sí misma. La poesía no sirve para nada. Se nos presentan ahora nuevas preguntas sobre la autorreferencialidad de la poesía o sobre la utilidad de lo inútil. Buscaremos respuestas en otra ocasión.
Significación de la poesía.
¿Qué representa la poesía en el mundo actual? La respuesta es bastante obvia, la poesía en el mundo actual no representa nada. No le importa a nadie. Las cifras de venta de libros de poesía son ridículas, apenas hay editoriales que publiquen poesía. Ninguna de las grandes tiene un catálogo considerable de poetas o de libros de poesía, apenas si Seix Barral publica algún libro y siempre de autores consagrados. La poesía suele ser publicada por pequeñas editoriales que sí tienen un catálogo extenso, pero que tienen una difusión y una distribución limitada o prácticamente inexistente. Algunas de ella sí publican un número considerable de títulos al año. Nos referimos a Visor, a Lumen, a Pre - Textos, Caballo Griego para la Poesía. Aún así es conveniente señalar que las ediciones de un libro de poesía son cortas, no suelen superar el millar de ejemplares, ejemplares que suelen quedarse sin vender.
¿Qué quiere decir todo esto? Que la poesía no le interesa al público, que no se vende, que apenas se publica, que no tiene trascendencia, que es prácticamente clandestina. Evidentemente esto va en detrimento de los poetas, ¿cuántos poetas actuales podría señalar un estudiante medio de secundaria? Me atrevería a decir que ninguno, tal vez uno si saben que Joaquín Sabina ha publicado un libro de versos. Alguien podría señalar que la poesía también vive del pasado, pero ahí tampoco deben andar mucho mejor las cosas, excepto algunas ediciones para escolares y universitarios, las de Cátedra y Castalia, la poesía no se reedita, tiene una vida limitada y acaba muriendo de olvido en los montones de papelote de los distribuidores.
¿Qué significa entonces la poesía? Nada. El común de la gente no atiende a la poesía, le da lo mismo, no le importa. Tal vez esta realidad enfade a los (pocos) lectores de poesía que aún quedan, pero es cierto, la cosa es así. La poesía no tiene ninguna repercusión en el mundo actual, en la sociedad actual. ¿Es esto importante? ¿Es peligroso? No lo parece. Nadie leyó nunca la poesía de Valle, ni la de Darío, ni la de Villaespesa, no digamos ya la de los vanguardistas, Huidobro es un desconocido, la más actual de los novísimos acumula polvo en la Biblioteca Nacional. El mundo siempre ha vivido de espaldas a la poesía y si no fuera por Bécquer nadie sería capaz de juntar dos versos si le preguntáramos a traición por la calle. A pesar de ello el mundo, la literatura y la sociedad han continuado existiendo, por eso es conveniente señalar que la poesía es indiferente a la sociedad, pero seguirá existiendo sin fin por razones que no se nos escapan pero que están ahora de más.
Utilidad de la poesía.
Una nueva pregunta ¿Para qué sirve la poesía? Realmente no sirve para nada, pero veamos la pregunta desde diferentes ángulos.
¿Para qué sirve escribir poesía? Para nada. Uno de los grandes objetos de la poesía ha sido impresionar o llamar la atención al ser amado. Es decir, que la poesía es al poeta lo que a otro es pasar delante de la chica haciendo un caballito con la moto. ¿Es esto útil? Lo del caballito suele serlo, lo de la poesía no. No sirve la poesía para hacer que te quieran, no sirve para que la chica del Mirinda con una luna menguante negra tatuada en el hombro derecho se enamore de repente de alguien que la sonetea desde un taburete. Para otras cosas tampoco es demasiado útil la poesía: no cambia la sociedad, no mejora el mundo, no sirve más que para que las cosas sean dichas y para eso vale cualquier palabra, poesía o no.
¿Sirve la poesía para hacerse rico? Evidentemente no. Un poeta no puede vivir de la poesía debe ser además periodista, profesor o cualquier otra cosa. Un poema no vale más que el avión que podemos hacer con el papel en el que está escrito.
¿Sirve entonces para hacerse famoso? No creo que digan mucho los nombres de Andrés Sánchez Robayna, Antonio Gamoneda o José Antonio Muñoz Rojas. ¿Sirve para hacerse un nombre? Tal vez esta vez podamos contestar sí. Entre los aficionados y el resto de los poetas, los autores publicados y de cierta fama suelen alcanzar alguna relevancia social, aunque no deja de parecer que es más el jefe de una pandilla que alguien con una relevancia real en la sociedad. Escribir poesía pues, no sirve de nada.
¿Es útil la poesía a la sociedad? Ya hemos destacado antes que la poesía no se lee prácticamente. Es evidente que su utilidad para la sociedad es limitada, si no inexistente. Se podría objetar que existe un gran repertorio de poesía social y más o menos combativa, pero esa poesía tampoco es útil, porque una palabra es inútil a aquel que necesita un hecho y además esa palabra no suele llegar justamente al que necesita de ayuda, sino al que tranquilamente lee en su casa sobre la desgracia de otro.
¿Vale de algo entonces leer poesía? Generalmente no, ya que la poesía sólo sirve de desahogo al poeta y se hace críptica e indescifrable para el lector. Sin embargo, hemos de admitir que lo más útil de la poesía es su lectura, porque además de ser un acto comunicativo, con todo lo que ello conlleva, es, a veces, muy entretenida. Concluyendo podemos decir que la poesía es un arte inútil, excepto para la propia poesía ya que es absolutamente autorreferencial, útil solamente a sí misma. La poesía no sirve para nada. Se nos presentan ahora nuevas preguntas sobre la autorreferencialidad de la poesía o sobre la utilidad de lo inútil. Buscaremos respuestas en otra ocasión.
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