miércoles, 26 de septiembre de 2007

El camelo de la poesía. Creatura Nº 21.

El camelo de la poesía.

Es un hecho fácilmente comprobable que la poesía es el género literario que más fácilmente cala en un lector, en un receptor. De ahí que cualquier persona sea capaz de repetir un romance, una coplilla o al menos el estribillo de una canción. Sin embargo, es también la poesía el género literario más difícil de comprender para el lector, para el receptor. Podemos asegurar sin temor a equivocarnos demasiado que más de la mitad de las personas entrevistadas en una hipotética encuesta no sabría decirnos con claridad qué quiere decir un poeta en su poema. De ahí esa realidad dura pero innegable de la inutilidad de la poesía. Si existen poemas perfectos, de una belleza insoslayable, pero incomprensibles, son del todo inútiles, al menos mucho más inútiles que ese otro que dice “Que por mayo era por mayo…” ¿Por qué ocurre esto? No somos tan atrevidos como para dar respuestas concluyentes a esta pregunta, pero tal vez podamos centrarnos en otros aspectos que puedan aclarar algo este hecho.
Mirando un poco hacia la historia literaria española podemos comprobar que es sobre todo a partir del siglo XVII con la aparición de las formas poéticas barrocas (culteranismo y conceptismo) cuando empieza a suceder esto. Es cierto que anteriormente ya había poemas sumamente crípticos como Laberinto de Fortuna de Juan de Mena, pero ya decimos que sobre todo a partir de la aceptación del barroco cuando este hecho toma cuerpo definitivamente. La poesía va volviéndose más críptica, más difícil y su significado va dependiendo cada vez más de la inferencia, del resultado del cálculo que vamos haciendo tras descifrar cada verso. Esto hace que la poesía rompa sus lazos con la realidad y también con el lenguaje. La exaltación exagerada de la metáfora hace que el signo lingüístico pierda su referente con la realidad volviéndose así incomprensible para el lector, al menos para el lector no iniciado en los trucos del poeta. Queda así la poesía desconectada de la realidad y ligada a la propia realidad del poeta. De esto modo el poeta crea su propio lenguaje, de fácil comprensión para él mismo y para sus seguidores pero inextricable para los demás. Lleva esto a la desesperación del lector que no entiende lo que el poeta quiere decirle. Todo acto lingüístico, y un poema lo es, tiene su carga comunicativa, pero el poema pierde así su capacidad de comunicar con el lector y la poesía se vuelve un mero objeto, muy bello, muy delicado, pero un objeto al fin y al cabo.
Sucede que el referente y lo referido no son interpretables por el lector, sólo lo son por el emisor. Se vuelve así la poesía individualista e incomprensible, como cuando un niño que empieza a hablar y aún no tiene toda su competencia lingüística crea su propio lenguaje que es comprensible por él y tal vez por su madre, pero que no deja de ser un enigma para todos los demás. Esta transformación de la poesía en un mero objeto, en una especie de jarrón, en un elemento de decoración, se acentúa tras el éxito del barroco. Sucede que el barroco se alarga incansablemente en el siglo XVIII pero va degradándose y se van perdiendo los pocos apoyos que sustentaban en la realidad a las metáforas gongorinas. Así hasta 1750 triunfa el rococó, arte decorativo por excelencia, que nos deja poemas de una gran expresión plástica pero que son puros camelos ya no ininteligibles, sino simplemente faltos de significado. Esto se corrige (la historia de la literatura es una lucha entre acción y reacción y ahora tocaba la reacción) con la aceptación de la poesía neoclásica, fría y desnaturalizada (la reacción es igual de fuerte que la acción que la provoca), pero básicamente comunicativa.
Trasladémonos al siglo XX. Desde el comienzo del siglo, asimilada ya la toda la poesía española y extranjera desde la antigua Grecia hasta el romanticismo, la poesía sigue el camino de la incomprensión. Comienza el siglo con la lucha entre los naturalistas y los modernistas. Las polémicas de entonces nos suenan iguales a las que comenta Luzán en el siglo XVIII. La poesía modernista es de una belleza abrumadora, está rendida a la metáfora y a la sinestesia, pero no tiene capacidad comunicativa, nadie entiende lo que los poetas melenudos y bohemios quieren decir, ni siquiera saben si realmente esos poetas quieren decir algo. Interviene aquí un nuevo factor a la hora de entender la poesía: el elitismo.
La poesía, el arte en general, se vuelve elitista, no va hacia el público, hacia la masa, sino que van hacia una minoría de elitistas que manejan, con su particular diccionario, los tipos y los tópicos del nuevo arte. Para la mayoría, empero, sigue siendo la poesía un arte inaccesible, ciertamente bello, pero incomprensible.
Queda así el modernismo como un arte menor, sobre todo cuando tras ellos y tal vez como una revisión de sus formas llegan los del 98 y dan un contenido a todo ese arte bohemio y preciosista.
Más tarde llegarán las vanguardias (los movimientos de acción y reacción se aceleran como se aceleran los medios de comunicación y de transporte) y estas ya no sólo dejaran de ir hacia el público sino que irán contra el público. El arte además se deshumaniza, pierde su componente vital y se deja estar un limbo extraño donde no es accesible para nadie. El arte termina por desconectarse de la realidad, ya no va contra ella ni a su favor, no pretende consignarla ni representarla, sino que simplemente deja de considerarla. El lector de un poema vanguardista tomará el texto y le dará cuatro o cinco vueltas y no será capaz de entender nada. No es extraño, pues, el fracaso de las vanguardias literarias, pese al sorprendente éxito que tienen entre comentaristas e investigadores. Y no es extraño tampoco que se tilde de camelo a la poesía en general dado su elitismo, su desconexión de la realidad, su utilización de un lenguaje tan distinto al común, su ruptura, finalmente, con su carga comunicativa.

lunes, 3 de septiembre de 2007

Vamos al Chad, ese. Cuento de amor. Creatura nº 19.

13x21 Delirio vano é questo!

Vamos al Chad, ese. Cuento de amor.

Como Isak Dinesen, Ana tenía una granja, vale que no la tenía en África, pero la tenía en la famosa y cosmopolita villa de Esquivias, que no es África, pero de noche lo parece. ¿Por qué lo parece? Por la misma razón que de noche nosotros nos parecemos a George Clooney.
Ana era, por lo tanto, granjera y estaba muy contenta con serlo. Por la mañana ordeñaba las vacas y por la noche no, porque no siempre se pueden hacer las mismas cosas. Por la noche Ana se dedicaba a otros menesteres como ver la tele, fumar, cenar y otras cosas que no hace falta decir porque no se me ocurren ahora mismo. El caso es que Ana lo pasaba bastante bien siendo granjera, aunque a veces pensaba que estaría mejor ser otra cosa como bombera, pero como las bombas le asustaban bastante pensaba que ser granjera era lo suyo. Sólo una pega encontraba Ana a su vida, estaba un poco sola. Sí, tenía a sus caballos, sus vacas, sus cerditos y sus bichos en general, pero echaba de menos una compañía humana. De pequeña Ana había ido a la escuela y había hecho muchos amigos, pero ahora, viviendo en su granja pocos iban a verla. Además el trabajo de la granja era muy engorroso, y le fastidiaba el fin de semana y los festivos y así no había manera de hacer vida social de ninguna clase. Y por supuesto Ana no podía encontrar así un buen novio que se convirtiera en un buen marido que se convirtiera en un buen padre que se convirtiera en un buen abuelo que se convirtiera en un buen organillo que se convirtiera en un buen perchero que se convirtiera en un buen cristiano… Creo que me he liado, pero así era al fin y al cabo.
Así que muchas noches Ana las pasaba preguntándose si algún día conocería a alguien y cómo sería y tal y cual. La verdad es que con ese tema Ana se ponía un poco pesada y Marcial que era el cerdo más bonito de la granja se hartaba de ella cuando le contaba estas cosas y le tiraba mordiscos a ver si conseguía que de una vez dejara de contarle aquellas cosas que a él, sinceramente, le daban igual porque tenía a todas las cerdas que quería allí mismo.
De repente un día entró el siglo XXI en la granja de Ana: se compró un ordenador y una línea ADSL para internet. Al principio Ana no sabía muy bien que hacer con aquello. El aparato aquel no daba leche ni jamones ni era como el tractor, que movías una palanca y levantaba el arado. Era un aparato poco colaborador que hacía más bien lo que quería y que se quedaba como muerto cuando le daba la gana. Ana supo entonces que la informática es un engaño de los grandes. Aún así Ana le encontró el lado bueno a eso de internet. Todas las noches se las pasaba conectada a diversos chats de esos. Los chats esos son de un aburrido infamante pero a Ana le hacían gracia, porque podía hablar con la gente de Marcial y de sus gallinas que tenían nombres extravagantes como Julia, Francisca, Juana o María. Con el tiempo Ana llegó a ser una experta en eso de los chats y tenía en ellos muchos amigos y amigas.
Además a Ana el ordenador le sirvió para más cosas, como llevar la economía de la granja y anunciar su leche en internet. Sucedió que una gran marca de leche aceptó su oferta y todos los días venía un camión a llevarse la leche de sus vacas. Como los camiones son así de chulos tenía que venir un chico conduciéndolo. Se llamaba Pascual, estaba un poco harto de la broma fácil y era poco hablador. Pese a ello Ana le contaba todo lo que le ocurría en los chats esos, aunque la verdad es que Pascual no le prestaba mucha atención.
El tiempo fue pasando y Ana se iba divirtiendo con su ordenador como una energúmena con un tentetieso o más. Sucedió que un día Ana conoció por internet a un tipo que podríamos llamar siniestro, pero ocurriría que si lo llamamos así mentiríamos, y ya nos dijeron de pequeños que mentir está mal, así que no diremos que era siniestro, sino agradable. La verdad es que el tipo era la mar de simpático, iba por la calle siempre dando palmas y a la mínima se ponía a bailar sevillanas y otras cosas de esas que se bailan. Para este hombre cuyo nombre no sabemos pero al que todo el mundo conocía por Pepe, la vida era una juerga y se lo pasaba fenomenal el tío con cualquier cosa. Veía una mosca y ¡hala! diversión, veía un tranvía y ¡hala! diversión, veía un accidente de tráfico y ¡hala! diversión. Era un tipo la mar de salado y sucedió lo que suele suceder en estos casos y en otros que no son estos casos pero se parecen, es decir, que Ana y Pepe se enamoraron mutuamente entre sí. Se pasaban las horas hablando por el chat ese y diciéndose tonterías, que en realidad es lo que hacen todos los novios sólo que los otros novios lo hacían en vivo y en directo que es como más cursi. Estuvieron así mucho tiempo, un año o más, tal vez menos, no lo sé porque no entiendo bien los calendarios. Decidieron que en el aniversario de no se qué cosa debían conocerse y quedaron citados en la plaza de la famosa y cosmopolita villa de Esquivias. Ana llevaría una rosa en la boca y él la llevaría en la oreja. A la hora de esperar Ana se quitó la rosa de la boca porque no podía respirar. A las dos horas Ana decidió sentarse porque se le iban cansando las piernas. A las cuatro horas decidió volver a la granja porque ya llevaba tres horas lloviendo y no era plan de constiparse. Ana se puso muy triste y lloraba a todas horas y estornudaba como una burra porque había cogido un constipado de toma pan y moja. Pepe le explicó que no podía ser más su novio porque su mujer no le dejaba. Y es que realmente la mujer de Pepe para esas cosas era muy desaboría. Así que Ana se quedó otra vez sola, pero con su ordenador del alma conoció a otro novio y luego a otro y a otro, total que tenía tres novios y pensó que así sería mejor porque podría elegir y tendría un recambio por si acaso. Pero pasó que Ana acabó casándose con Pascual que un día la raptó y se la llevó a conocer Zamora en su camión.
- Vamos al Chad, ese. Le sugirió Pascual tras el volante.
- No que está muy lejos. Contestó Ana sobeteándole.

Este cuento NO está dedicado a Ana de Esquivias. Y sobre todo y para que quede bien clarito, NO está escrito para Ana de Esquivias. La gente para la escribo sabe bien quien es. A los otros sólo les dedico, cariñosamente, lo que escribo, sin que eso signifique que escribo para ellos o de ellos (qué vulgaridad). Quede claro como el agua clara que baja del monte.
Sí está dedicado a Zaira, porque me da la gana. Y para Javier Aguirre, por no fichar a Riquelme. Y para el pato de peluche de mi sobrina, que dice cua cua cuando le aprietas la barriga, que ya es mucho decir para cualquiera y más si se es de peluche.